jueves, 19 de agosto de 2010

cuento uno



Me basta con una pitada del cigarrillo que ahora estas fumando, una mirada, sin querer, como si nada. Me basta con el viento que te sigue, Y el perfume que lo acecha. Con el roce de tu mano y con tu voz, -permiso- Y mi cara de bobo se pone seria, y soy un bobo serio que tartamudea, tratando de poner en práctica las estrategias que se nublan cuando me miras. Y no se si tu risa es seducción, pero desde tu mirada hasta tus uñas pintadas, desde los silencios escondidos en esos labios rojos que queman mi garganta y mis ganas de decirte te quiero sin palabras. Sos vos, y tu sonrisa acostada en la mejilla derecha, sos vos y la certeza de saber que te quiero, cuando de reojo vigilas mis movimientos y en tu copa de vino en la que navegan tus opciones y mis posibilidades, tus ganas de hacerme creer que te puedo, y mi miedo de saber que me podes, y es así.




Me acerco, casi de espaldas, casi tropezando con todas las cosas con las que podía tropezar, y me doy cuenta que quizás me costo el valor demasiados tragos. Las piernas me tiemblan y me aferro a la mesa donde estas sentada, y me miras, esperando que te diga mi propuesta de trasfondos indecentes, y yo temo que me leas la mente, que te des cuenta, que mis sabanas reclaman tu perfume, y que mi cara de bobo serio es solo una fachada. Pero tengo el cuerpo anestesiado, y la lengua no me ayuda, maldita valentía acobardada.

Balbuceo un… -¿estas sola?- In entendible

Y me sonreís, y yo se que no entendiste, y no te importa, y no me importa, llevamos una hora regalándonos miradas.

Me decís – Es muy tarde, tengo que irme-. Me miras, y mi cara de bobo serio se pone triste. Dejas sellado un beso en mi mejilla, y en un pequeño papel, ocho dígitos nublados. Te alejas y en el viento se queda tu perfume. Mi corazón suena más fuerte que el estruendo del bar que parece vacío si no estas, pero te llevo aferrada en mi mano como si mi vida dependiera de un pedacito de papel.



Abandono el campo de batalla, rumbo al refugio urbano de paredes despintadas.

Cual borracho no llegue al colchón, me ganó la cerradura, y me desplome en la entrada. Me despertó el portero, las cerdas de la escoba se acercaban a mi cara, cara de bobo dormido, y con resaca.

Luego de una ducha me senté en la cama, con los ocho dígitos más claros ya en mi mano. Hice tiempo, no quería parecer desesperado. Contuve mi ansiedad mirando el techo, buscando dibujos de humedad en los rincones. Dure dos goteras, una araña, siete minutos y dos timbres… tu voz del otro lado, como dormida, príncipe de la realidad, te rescato del sueño, - Te invito un café- te dije, y pude sentir que sonreías.



Elegí un lugar tranquilo, que conocía, y si tu elección superaba mi pobre economía, de seguro el dueño entendería. Era chiquito, con mesas afuera, de fácil acceso para que no te pierdas.

Quedamos en vernos en una hora y media, tiempo suficiente para elegir entre mis tres camisas y mis dos pantalones que armadura llevaría a nuestra primera cita. Escogí la camisa planchada y el pantalón sin agujeros, no quería que te asustaras. Estuve veinte minutos buscando un par de medias que concordaran, la muy guacha estaba escondida debajo de la cama. No soy muy ordenado, y si, soy artista, ¿Qué esperabas?



La ansiedad le gano a la inteligencia y me subí al colectivo sin monedas. Tuve que bajarme esquivando la mirada de los pasajeros que se reían al ver mi cara de bobo enamorado y con vergüenza.

Me dirigí al quiosco mas cercano para conseguir cambio. Compre unas pastillas mentoladas, el aliento es importante si me besas… Si me besas, pensé, y se erizaron los pelos de mi brazo.

Me puse en fila de espera al colectivo, detrás de una viejita tan arrugada como mi segunda opción de camisa, y comencé pensar como serias. Llegada cierta edad la belleza desaparece, pero tu mirada... esa no cambia. Busco un punto fijo para perderme. Si, la gente busca un punto fijo para no pensar en lo de siempre y dejar que la imaginación vuele, y yo quiero que ese punto fijo sea tu mirada, en tus grandes y profundos ojos oscuros. Pero tengo miedo, miedo de perderme en tus pupilas y no querer volver. Enterrar todos los golpes, todas las lágrimas que no pude soltar, todas las ausencias, y descansar, casi dormido, casi vivo en la paz que habita ahí.

Habría llegado tarde de no ser por el hombre que detrás de mí me pregunto si subía. Medio perdido, medio nervioso – Hasta su mirada- le dije al chofer. -¿perdón?- dijo el. –ochenta, uno de ochenta por favor, gracias-

Me senté en la segunda fila de atrás para adelante, y mientras mi transporte navegaba por las venas de Palermo yo veía la ilusión iluminada por el tan cercano encuentro.



Baje del colectivo y camine las dos cuadras que me separaban del bar. Al llegar salude al dueño, le comente de la cita y me dirigí rápidamente al baño. Luego del

chequeo general, aliento, dientes, pelo, ropa, malos olores, me quede observando el reflejo. Me veía nervioso, las manos me transpiraban y las piernas me temblaban. Ahora si que parecía bobo hablándole al espejo y tratando de calmarlo – Tranquilo pablo, que si los nervios te ganan hablas muy rápido y no se te entiende, tranquilo, relajate... – en medio de esa charla unipersonal alguien tira de la cadena, se abre la puerta del cubículo y sale un hombre mayor, increíblemente parecido a mi padre, me mira, se sonríe y me dice – Tranquilo pibe, si le gustas, tiene que ser como sos vos.- Y ahí me quede, un poco descolocado, con vergüenza, pero pensando en las palabras del viejo.

Me enjuague las manos, las seque y luego de un largo suspiro, abandone el baño.



Ya habiendo arreglado con el dueño que luego le pagaría lo que tomemos, y teniendo su aprobación, me senté, mas calmo, en una mesa de afuera. Quería que todos me vieran con esa personita que esperaba, y esperaba… y los minutos se alargaban. Parecían interminables los sesenta segundos que formaban un minuto a los ocho que llevaba esperando.

Cuando doblaste la esquina te reconocí por el pelo, que se balanceaba de un lado a otro a cada paso que dabas. Podía sentir el corazón que me saltaba dentro pensando en vos y en el perfume que de seguro viajaba detrás tuyo.

A medida que te acercabas tus facciones se hacían más claras, eras más alta de lo que recordaba, tu sonrisa estaba como anoche, apoyada en el lado izquierdo… ¿lado izquierdo? Metro a metro que acortabas más me daba cuenta. Pasaste por al lado mío y seguiste de largo, no eras vos. Y a esperar de nuevo. Y no llegaste, y pasaron diez, quince, veinte minutos, a los veintitrés minutos supe que no llegarías, que me ilusione al pedo, y mi cara de bobo triste robaba miradas de consuelo en las camareras. Fue recién a los veintiocho minutos que me tocaste el hombro, fue tal mi sobresalto que los dos nos asustamos, gracias a ello nació la sonrisa en ambos, la mía cual niño en navidad, la tuya, apoyada en el lado derecho. Ahí lo supe, supe que mi felicidad colgaba de tu sonrisa, me era tan fácil perderme en tu mirada!, ahí también supe que debía cuidar mis palabras.



Nos sentamos y café en mano charlamos del clima, de los miedos y de tus dos gatos, te conté de mi amor por los animales, evitando decirte que la excepción a la regla eran esos felinos. Hablamos de arte, de música y de los silencios, de colores, bebidas y ex trabajos. Hablamos de viajes, de sueños y de metas, de los pros y contras de estar vivos, de los defectos y virtudes que nos hacen únicos, hablamos de las similitudes que teníamos y de cómo nuestras diferencias eran complementarias, hablamos de amores pasados y eso me dio el pie para preguntarte que era lo que buscabas en un hombre. Me diste una lista de cualidades que me hicieron ilusionar. Con un poco de esfuerzo e imaginación, pensé, podía llegar a cumplir con esas expectativas. Y luego la pregunta salio de tu boca y me golpeo el pecho. Tarde unos segundos en responder, creo que mi cara de bobo se puso colorada, te sonreíste y yo aproveche para cambiar de tema. Vos ya sabias la respuesta, y no hacia falta caer mas en evidencia. Me gustabas. Y a vos era como que te daba risa verme así, tan vulnerable.

Las agujas asesinas del encuentro se opusieron, y a las seis en punto te despediste con un medio beso y la promesa del próximo encuentro. Y ahí me quede, petrificado y tartamudeando. La gente me observaba y yo brillaba mientras te veía desaparecer detrás de los peatones que odie por cruzarse en el trayecto entre mi mirada y tus caderas que bailaban.

El dueño del bar estaba el la puerta, y me miraban como si estuviera loco, y si, quizás lo estaba, estaba feliz. Cuando vino la camarera a levantar la mesa, note que tu café estaba intacto… la charla había sido – pensé – bastante entretenida.

Y quise correr por encima de los autos, gritar que te quería, asesinar a pisoteadas los charcos que habitaban la vereda y empaparme debajo de la lluvia que nacía, enchastrarme con el barro de la plaza y hamacarme una hora como un niño. Me contuve de correr sobre los autos, supuse que además de peligroso podía traerme problemas.



Llegue a casa 2 horas mas tarde, sucio, con frío, y mas feliz que la primavera, tanto que no me importo que el portero me negara la entrada si no me sacaba las zapatillas embarradas, ni haber dejado la ventana abierta y encontrar una laguna al lado de la cama.

Seque el suelo sonriendo y mientras me preparaba un café, lancé un grito de alegría que hizo temblar las paredes y a los vecinos, que asustados llamaron a la policía.

Coloque las cacerolas en el lugar preciso para que las lagrimas del techo se diviertan haciendo puntería, y me senté a planificar mi próxima estrategia, esa que de seguro jamás pondría en practica.



No quería caer en los mismos errores que había cometido antes y aquel antes era un tiempo sin tiempo, eran recuerdos, recuerdos de lágrimas escondidas, de siluetas femeninas, de traiciones, inseguridades, y noches solitarias.

Recuerdo aquella vez en que me aferre a una cabellera rubia y a sus pasos, y regale te quieros sin pensarlo. Cuantas lunas tarde en darme cuenta que me aferraba al miedo de no estar solo, sin importar quien sea la que estaba a mi lado. Y cuantas veces busque solo la aceptación familiar, saliendo con perfectas amas de casa con títulos de madre, que no llegaban a entender mi vocación de amante de las artes, ni me batalla entre la verdad, la libertad y el saberme hombre incapaz de alcanzarlas.

Así estuve varias horas, recordando historias amorosas truncas, que al fin y al cabo, me habían echo lo que soy ahora.

Me arrastre esquivando cacerolas hasta el habitáculo de sueños y me recosté con cuidado, evitando el resorte traicionero que se escapaba por el lado oeste del colchón. Así me dormí, entre sombras, relámpagos y truenos. Soñé toda la noche.



Me despertó la luz de la mañana, las cacerolas rebalsadas, y unas ganas enormes de abrazarte. Me conforme con estrujar la almohada y me tome cinco largos minutos para juntar energías, nunca me fue fácil poner los pies sobre la tierra, ni siquiera literalmente.

Aunque no soy supersticioso, coloque, como casi todos los días, el pie derecho primero, cinco segundos mas tarde el pie izquierdo le hizo compañía, diez minutos mas tarde logre levantarme. Observe la hora – Las nueve y veinte – Tiempo suficiente para una ducha despabilante- pensé- . Abrí la canilla y deje que el vapor inundara el lugar, solo cuando el espejo estaba lo suficientemente empañado como para escribir sobre el tu nombre fue que sumergí mi cabeza debajo de la lluvia artificial, y rece para que el vecino no utilizara por quince minutos el agua. El cambio repentino del calor al frío no era una sensación muy placentera para comenzar el día. Y ese día era especial, la cita había quedado acordada en mi casa.

Sentí que el agua limpiaba los recuerdos dolorosos, y me aferre a la idea de nacer de nuevo.



Me vestí renovado de fuerzas y dedique la mañana a romper silencios. Antes de empezar de cero, quería despedirme de todo lo pasado. Dejar los dolores, los enojos, los miedos atrás, los gracias que no dije, los abrazos que no di. Llame a mi madre para decirle solo que la quería, y ella me regalo lagrimas y sonrisas. Llame también a los viejos amigos que el tiempo había alejado, para arreglar nuevos encuentros. Luego visite a mi padre, o mejor dicho, a la piedra tallada que decía su nombre y aseguraba que dos metros bajo tierra descansaba y le conté las novedades. Me había echo hombre sin su mano, y sin embargo siempre lo sentí a mi lado. El tiempo es relativo – Pensé- y me despedí con un hasta pronto y regrese a mi casa.

El resto de la tarde la pase escribiendo cartas en prosa a las personas que se habían cruzado en mi camino y de alguna forma lo habían modificado. Eran cartas lagrima, cartas disculpa, cartas gracias.



Te hice esperar, no reconocí el timbre, no estaba acostumbrado a su sonido.

Abriéndote la puerta te desafié a entrar en mi mundo, y accediste como si ya lo conocieras.

Las paredes estaban despintadas, y volaba cierto aire a encierro, rápidamente abrí las ventanas, la única luz del lugar se balanceaba de un cable en el techo y te iluminaba, y sin embargo, era como si vos le dieras luz a la habitación. No eran tantas las copas de vino, que por nervios, había tomado antes de tu llegada, pero podía jurar que brillabas. Tu mirada me sedaba… ¿o era el vino?

Prendí las cuatro velas que guardaba para los típicos apagones de febrero y el momento parecía casi un sueño. Encendí la vieja radio, tantas veces desarmada y arreglada por mis manos, y ella nos devolvió dos violines y una orquesta desconocida que era el toque final para el encuentro.



No hicieron falta las palabras. Vos hablabas con los ojos, y podías leer mis manos que despacio desabrochaban tu vestido. Antes de llegar al último botón las detuviste, te paraste lentamente, te colocaste debajo de la luz, de espaldas a mí, y dejaste caer tus vestiduras. Yo ya no respiraba. Ahí estaban, estirándose, dos enormes y puras alas blancas.